Por ahí leí que a los fantasmas
no se le ven los pies, porque es lo que menos miran de la persona en vida. Qué
descuido tenemos con los pies, con lo que tocan aquellas plantas que sostienen
nuestro camino. La premura del tiempo o la distracción de las cosas indudablemente
más atractivas que están a la altura de nuestros ojos nos impiden ver aquello
por donde pisamos.
Los accidentes son usuales: no
vemos la fruta podrida y la embarramos en el zapato, tampoco vemos la mierda
de perro o el vómito del borracho. Todo lo que se asocia al suelo, sobre todo
al suelo de la calle pública, está asociado con pura desgracia que verificamos
cuando nos toca toparnos con algún elemento que está, claro, en el suelo.
No
nos interesa, lo evadimos, diría que lo negamos porque no tenemos de otra, el
ojo ve hacia el frente, al horizonte, si acaso atisba medianamente el suelo
para no atropellar un perro dormido o un bache en el pavimento. Jamás volteamos
la vista hacia abajo.
El barrio del artista en la
ciudad de Puebla, Puebla, me ha recibido cordialmente para que yo pueda
practicar e innovar con el ejercicio del Arte Madonnari que he estado haciendo
los últimos meses. Al principio no sabían de qué se trataba con solo decir el
nombre, no los culpo, parece que aquí en la ciudad, la gente a la que acudo lo
ignora. Pero ahí estoy yo y digo:
“Mire ¿ubica esas pinturas en el suelo que se hacen con gis pastel? Ándele, esas, que a veces se ven con relieve, pero que ¡No se le olvide! Se hacen en el piso.”
Una vez que ubicaron esta
manifestación, me dieron el piso. No me lo regalan porque no se puede, pero me
lo prestan un ratito y de pronto no veo un suelo mugriento por su uso inferior,
sino la intimidad de un lienzo que los que practican la pintura y el dibujo conocen
muy bien. Así se comienza el Madonnari: de pronto ya no es el suelo, ni es la
mugre ni el tedio, aparece un bastidor enorme de texturas y narrativas.
Yo misma no era partidaria de
tocar el suelo. Poner la palma de la mano en él ya implicaba pensar en lavarme
las manos a conciencia, quitarme la mugre ¡Cuanta porquería no cargamos con la
piel cuando ésta roza el piso que recibe tanta cosa! Claro que es cierto, hace
poco tuve que limpiar un pedazo de pan y otro tanto de tamal porque estaba
semi-embarrado en la superficie donde me decidía a pintar. Yo misma me veo
manoseando el polvo que viene de los coches o la basura. Mi intención aquí no
es dar atino a la experiencia sensorial ni a todo lo grotesco que conlleva; más
bien, quiero que entiendan como de pasar al ver al suelo como algo ajeno, algo
con lo que no puedo interactuar porque solo da cosas malas (enfermedades por la
falta de higiene, en todo caso), pasé a verlo como un amigo, si es que la referencia
no es demasiado cursi.
Es indispensable, claro, limpiar
el área de trabajo. Cuando pintas Madonnari, necesitas limpiar la superficie de
polvo, (comida), u otras cosas que dificulten la adhesión del gis al suelo. Por
lo tanto, agarras una escoba (o pides que te presten una escoba) y barres a
conciencia el lugar donde quedará tu obra. Ese primer filtro de escombro es
básico, pero no indispensable, para que la intimidad del suelo aparezca. De
alguna u otra manera, cuando comienzas a pintar, todo tu “lienzo” va quedando
mezclado con gis y con polvo, al final, la obra y su superficie tiene casi la
misma cantidad de basura que al principio…solo que más adornada. Así que, con
basurillas o no, la magia del arte madonnari, para alguien que lo ejerce,
empieza desde el momento en que te arrodillas a trazar cuadricula, a trazar las
figuras, y a meter color.
El ejercicio consiste en pasarse
horas tallando el piso para que éste se impregne de color, mezclar pigmento, y
darle forma a la roca para que de esta surja una figura que usualmente vemos en
lo alto, colgadas en nuestras paredes. Ya lo había dicho antes: lo que estaba
posicionado en lo alto, lugar de lo sacro y divino, ahora lo ponemos en el
suelo, en el piso, y no por ello deja de ser más elaborado…más “bello”.
De pronto ya no usamos el suelo
para barrerlo, condicionarlo en limpieza o maltratarlo a conveniencia, en el
Madonnari se acaricia el piso, y lo tratas con la misma delicadeza que si hicieras
un dibujo en papel de china para la persona amada. Por eso el suelo es fiel: no
te abandona por cuestión geográfica, y su última función es seguir sosteniendo
los pies que pasan por él. Esto lo sabe quién dibuja realismo a expresionismo,
no importa la corriente pictórica que se quiera plasmar, siempre causa asombro
ver una expresión artística en el lugar menos inesperado.
Me tocó una vez ver a un grupo de
turistas que se paseaba por el Barrio del Artista, maravillados por la
situación turista en que se encontraban. En un extremo de la plazuela había un
hombre vendiendo chapulines y cacahuates, y la fascinación de tan exótico alimento
les hizo apresurar el paso para comprar chapulines y cacahuates. Una mujer del
grupo pasó justo en medio de la pintura que estaba haciendo: lo que me
impresionó más es que ni siquiera se fijó en que había algo debajo de ella.
Digo, la gente voltea hacia abajo porque me ven a mí y a cualquier compañero postrado
en el piso haciendo algo más que amarrarnos las agujetas. Voltean la mirad
aporque ven cuerpos abajo, porque sin esos cuerpos, no hay nada que distraiga
totalmente su atención hasta que el dibujo este completa, sea enorme y sea increíblemente
colorido.
Me estaré equivocando, no lo sé, porque
seguramente esas condiciones no son suficientes como para que alguien no pueda
admirar la belleza técnica y discursiva del Madonnari; pero lo cierto es que
prestamos tan poca atención al suelo que se nos hace asombroso cuando le
descubrimos cosas sembradas en él. Una flor en medio del concreto llama a la
vista, pero una pintura parece sembrada por algo más que la naturaleza: un ser
humano.
¿Qué hace que un ser humano le preste tanta atención al suelo, nido de
porquería, que solo sirve para sostener mis pasos y salvaguardarme del vacío?
Se quiebra todo prejuicio del
suelo con el Madonnari. Porque el suelo se vuelve mío y su potencialidad artística
explota entre mis manos y los materiales, los gises pastel. Lo mejor de todo,
es que tal intimidad genera aprecio y conmueve a los espectadores que se
atreven a verlo.
En otra ocasión, un hombre se
quiso sentar a unos metros de mí. Tocó el suelo y gritó ¡Ay, está muy caliente!
Porque eran las 2 de la tarde y las piedras del Barrio del Artista quemaban lo
suficiente como para volverlas agradables la adversidad se palpa pero eso
implica un nuevo reto, afianza la intimidad porque nos atrevemos a decirle al
suelo que se aguante, que lo pintaremos hasta acabar con la obra, y enseñarle a
la gente, que hay algo en el suelo que no habían visto antes.
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